La cumbre de Glasgow arranca con unos planes de recorte de emisiones insuficientes. La cita pone de nuevo este reto en la agenda internacional y debe servir para concretar qué países se comprometen a abandonar el carbón y los coches contaminantes y cuándo lo van a hacer.
De la cumbre del clima de Glasgow tampoco saldrá un conejo de la chistera con la panacea para solucionar el problema del calentamiento global. La mayoría de las cartas – en forma de planes de recorte de gases de efecto invernadero de aquí a 2030 – de los grandes emisores mundiales están ya sobre la mesa antes de que se inicie este domingo la COP26, y las promesas siguen siendo insuficientes. Esos planes no lograrán que el ya irreversible aumento de la temperatura mundial se quede dentro de los límites de seguridad que fija la ciencia, por lo que se tendrán que revisar de nuevo al alza. Pero la cumbre, en cuya inauguración participarán unos 120 jefes de Estado, sí servirá para volver a poner el foco mundial sobre la lucha contra el calentamiento tras la pandemia. Además, se espera que muchos países asuman compromisos concretos para abandonar el carbón, para poner fecha de caducidad a los coches de gasolina y diésel y para reducir las emisiones de metano, un potente gas de efecto invernadero. Las naciones en desarrollo también conminarán a las más ricas a incrementar la financiación climática para que puedan afrontar un problema que ellas no han creado, pero que les hará más daño que al resto.
“Todos somos conscientes de las alertas científicas, pero los cambios de hábitos, los cambios estructurales, no se dan de la noche del domingo a la mañana del lunes”, explica la economista costarricense Christiana Figueres, sobre el claro desacople que hay entre la rotundidad de las alertas sobre el calentamiento y la lentitud de los Estados a la hora de lanzar el cambio de rumbo. Porque mientras que la ciencia, los activistas y cada vez una parte más importante de la sociedad reconocen los impactos del calentamiento en su vida cotidiana en forma de fenómenos extremos y urgen a actuar, las emisiones siguen al alza y los planes de los gobiernos no trazan una senda de reducción inmediata, para esta década, como piden los expertos.
Figueres era la máxima responsable de cambio climático en la ONU cuando en 2015 se cerró el Acuerdo de París en una cumbre como la de Glasgow. Ese pacto se basa en una premisa: todos los países del mundo deben activar planes de recorte de emisiones para erradicarlas y conseguir así que el incremento de la temperatura media del planeta se quede entre los 1,5 y los dos grados respecto a los niveles preindustriales. El calentamiento ya está en 1,1 grados y, como acaba de alertar Naciones Unidas, los planes actuales llevarían a un mundo alrededor de 2,7 grados más cálido. Cada décima de incremento supone un mayor riesgo de sufrir fenómenos extremos más intensos y frecuentes, advierte también la ciencia.
La situación respecto a 2015 ha mejorado algo, porque 120 de las casi 200 naciones que firmaron entonces el Acuerdo de París han revisado sus compromisos en el último año y más de la mitad lo han hecho al alza. Pero la suma de todos los esfuerzos sigue siendo insuficiente. Por ejemplo, para cumplir la meta del grado y medio, las emisiones mundiales deberían ser alrededor de un 50% menores en 2030 respecto a los niveles de 2010. Pero las promesas actuales llevarán a que dentro de nueve años estemos a un nivel similar al de 2010.
“No estamos en el buen camino”, admite Valvanera Ulargui, directora de la Oficina Española de Cambio Climático, que habla de la necesidad de aumentar “la ambición”. De la cumbre podría salir un nuevo llamamiento a los países a elevar otra vez sus objetivos, algo contemplado ya en el Acuerdo de París. Según ese pacto, la siguiente actualización debería hacerse dentro de cuatro años, pero como explicaba esta semana la actual responsable de cambio climático de la ONU, Patricia Espinosa, “este es un proceso continuo” y “las metas se pueden revisar en cualquier momento”.
Para hacerse una idea de lo que está pasando hay que fijarse en cuatro grandes bloques, que acumulaban ellos solos en 2019 la mitad de las emisiones mundiales, según las estimaciones de los analistas de Rhodium Group. China era el principal emisor, con el 27% del total, seguida de Estados Unidos (11%), India (6,6%) y la Unión Europea (6,4%) — esto es en términos absolutos, si se mira per cápita el listado lo encabezan las naciones más ricas con diferencia —. De estos cuatro, EE UU y la UE se han comprometido en los últimos meses a llevar sus emisiones a alrededor de la mitad en 2030, con lo que se alinean con la trayectoria que marca la ciencia al menos sobre el papel. Pero, en el caso de China, su reciente actualización solo establece que “antes de 2030″ alcanzará el pico de sus emisiones de dióxido de carbono, con lo que se asume que seguirán creciendo esta década. Y la India no ha actualizado todavía su plan, aunque podría hacerlo durante la COP26.
Credibilidad y ambición
Pero quedarse solo en las promesas de recorte es quedarse en la superficie del problema. Hay que fijarse en cómo se van a cumplir los objetivos. La Unión Europea es, quizás, la que cuenta con una mayor credibilidad en esta lucha. A finales de 2020, los Veintisiete asumieron un recorte global de las emisiones del 55% en 2030 respecto a 1990. Pero en los próximos meses se tendrá que cerrar el programa con las medidas para cumplir, y hay importantes discrepancias entre los socios. La nueva Administración de Joe Biden regresó al Acuerdo de París y en abril se fijó un objetivo ambicioso: reducir entre un 50% y un 52% sus emisiones en 2030 respecto a los niveles de 2005. Pero, de momento, su Gobierno no ha conseguido sacar adelante el plan climático para cumplir con esa promesa por falta de apoyos en el Congreso. Lara Lázaro, investigadora del Real Instituto Elcano, recuerda que la salida de Estados Unidos de la mano de Donald Trump “todavía resuena”. “Y hay elecciones en 2024″, señala sobre la posibilidad de que otra victoria republicana lleve a una nueva espantada, como también ocurrió con el Protocolo de Kioto.
China, cada vez que puede, recuerda en este tipo de cumbres que es un país que ha cumplido lo que ha prometido hasta ahora. Pero a lo que se compromete en este momento está muy lejos de lo que dice la ciencia que se debe hacer para evitar las peores consecuencias del cambio climático. En el caso del cuarto gran actor, India, su Gobierno reprocha a los países ricos el incumplimiento a la hora de poner sobre la mesa la financiación prometida. Desde hace más de una década se sabía que en 2020 las naciones desarrolladas debían movilizar anualmente 100.000 millones de dólares para ayudar a los países menos desarrollados a hacer frente a los efectos del calentamiento y a recortar sus emisiones. En 2019, según los cálculos de la OCDE, se había llegado a los 79.600. Pero un reciente informe capitaneado por Alemania y Canadá reconoce que no se alcanzará hasta 2023 la meta de los 100.000.
Covid y recuperación
“Tenemos la mala costumbre de cambiar lentamente de hábitos”, insiste Figueres sobre lo complicado que resulta hacer virar la economía mundial hacia la descarbonización. “Salvo con la covid”, añade la economista. La cumbre de Glasgow, la número 26 desde que se hizo la primera en 1995 en Berlín, debería haberse celebrado hace un año, pero fue imposible por la pandemia. Ahora la cita vuelve más limitada en el número de participantes por las restricciones sanitarias y con un amargo regusto a oportunidad perdida. Porque muchos quisieron ver en la pandemia, y sobre todo en los planes de recuperación, una ocasión perfecta para impulsar la transición verde. Pero, de momento, poco de eso hay. António Guterres, secretario general de la ONU, reprochaba la semana pasada que menos del 20% del gasto público en recuperación aplicado hasta mediados de este año era realmente verde — es decir, contribuía activamente a reducir las emisiones de efecto invernadero —.
En 2020, las restricciones por el coronavirus hicieron caer las emisiones de dióxido de carbono ligadas a la energía un 5,6%. Pero en 2021 se ha producido un tremendo rebote y se espera que vuelvan a crecer hasta niveles similares a los de 2019. “Es como si dejas de usar un coche, que deja de emitir gases. Pero cuando lo vuelves a arrancar expulsa lo mismo porque no lo has cambiado”, dice Pep Canadell, director del Global Carbon Project y uno de los autores del último informe del IPCC, el panel de expertos internacionales que fija las bases de la ciencia sobre el cambio climático. “El 80% de la energía que genera el ser humano viene de los combustibles fósiles, esto no se cambia de la noche a la mañana”, añade Canadell.
La apertura de la economía no solo ha generado el aumento de las emisiones, también está llevando a una escalada mundial de los precios de los combustibles fósiles. Esta situación enrarece aún más las negociaciones sobre cambio climático porque surgen voces que intentan culpar a la transición energética de este problema y sostienen que se puede estar yendo demasiado deprisa. Figueres se revuelve: “No hemos ido deprisa, sino demasiado lentos. Si hubiéramos ido deprisa no estaríamos ahora en este embrollo de precios locos”. Porque lo que están demostrando las renovables es que, precisamente, pueden ayudar a bajar los precios de la electricidad y no están sometidas a las tremendas fluctuaciones de los combustibles fósiles, los principales emisores de gases de efecto invernadero.
Canadell apunta a un problema más de fondo: “La volatilidad no durará mucho, pero probablemente veremos de nuevo problemas de suministro por los extremos de calor y frío en el mundo”. Es decir, los extremos que aumentan en intensidad y frecuencia debido a la crisis climática volverán a golpear a un sistema energético que avanza demasiado lento en el proceso para desengancharse de los principales responsables del calentamiento: los combustibles fósiles.
Lo que sí se espera que salga de Glasgow
A falta de un cambio de rumbo radical, de la cumbre del clima de Glasgow sí se espera que puedan salir algunos compromisos puntuales que ha estado impulsando el Gobierno británico, que ostenta la presidencia de la COP26, a través de su diplomacia internacional. Como explica Keiran Bowtell, el agregado de cambio climático de la Embajada de Reino Unido en España, se ha estado trabajando para lograr que un número considerable de países se sumen a alianzas para poner fin a los coches de combustión o al carbón para generar energía. También se espera que más de medio centenar de países se comprometan a reducir en 2030 un 30% sus emisiones de metano, un potente gas de efecto invernadero muchas veces eclipsado por el dióxido de carbono. Además, se tratará de cerrar un pacto sobre los mercados de carbono, algo que se lleva intentando sin éxito desde hace cinco años.
También se esperan nuevos anuncios de países que se fijan como objetivo llegar a las emisiones netas cero a mediados de siglo. Esto supone que a partir de ese momento solo podrán emitir los gases que puedan ser capturados por los sumideros (como por ejemplo los bosques o los océanos). Lograr esas emisiones netas cero es lo que establece ya el Acuerdo de París y alrededor de 75 países se han fijado ya esa meta (aunque solo 11 lo tienen blindado por ley). El problema es que en muchos casos ese objetivo para 2050 no cuadra con los planes a corto plazo, para los próximos ocho años, por lo que muchos expertos ponen en duda la consistencia de estas promesas.